Madre migrante, mi mamá
Sara Poot Herrera
Me preguntan por qué no estoy en Yucatán, que cuándo me fui de Mérida. Todo ocurrió en el Palacio de Gobierno de aquella, ésa, esta ciudad que llevo dentro de mí. Es una mañana de verano del año que ustedes quieran. Sara María Herrera Arceo, mi madre y primera migrante de la familia, viene a cobrar su sueldo de profesora (sueldo que recibía dos o tres meses después de vencidas las quincenas de pago). Mientras mi madre sube para recoger su pago, yo converso con una joven que acompaña a su abuela, quien también viene a cobrar su atrasado sueldo. Allí me entero de un internado para hijas de campesinos y de maestros que está a miles de kilómetros de casa. En ese mismo momento le pido a mi mamá que me lleve a estudiar a ese lugar que mi imaginario concibe ya como una utopía. Préstamos de por medio, largo viaje en tren a Ciudad de México (a practicar el sonido de la “ñ” con la familia de mis padrinos, así no dirán nada de mi español yucateco mis posibles compañeras de internado); estancia en Guadalajara para seguir a Atequiza, Jalisco, donde está la Normal; noche que dormimos en el piso de una escuela primaria enfrente del internado (al igual que otras estudiantes yucatecas como yo); examen de admisión muy de mañana del día siguiente, etcétera. Extrañaré a mi papá y a mi mamá, a mis hermanos, a mis primos, etcétera. Seré maestra rural en los Altos de Jalisco y veré pasar a las enlutadas de Agustín Yáñez, etcétera. Seré maestra en Atotonilco el Alto, “no te andes por las ramas uy uy uy uy uy uy”; bailaré en el ballet folclórico y daré clases en una secundaria, en la prepa, y clases en otra secundaria ya no en los Altos sino rumbo a Chapala, entre los picones de Poncitlán, cerca de La Barca (en que me iré), etcétera. Iré los veranos a la Normal Superior de Tepic, Nayarit, y daré clases en la Prepa Uno de Guadalajara. Ingresaré a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Guadalajara, etcétera. Me iré a El Colegio de México y conoceré a Arreola, a Rulfo, a Borges, a ellos, a ellas, etcétera; más tarde a Sor Juana, a Poniatowska, a Glantz y a cuanta amiga y amigos escritores de los que soy lectora.
Pero hace mucho rato que vine a California y vivo en (la Universidad de California) Santa Bárbara, donde estoy todos los días y diario vuelvo a México, a Guadalajara y a Mérida, como yucateca, yucatanense, yucatequista, yucatequera… Cuánta era, soy, ¿seré?
Yo cambiaría esos futuros ya presentes de mi migración de cada día por aquella mañana maravillosa de un verano cuando en aquel palacio una mujer reina –mi madre– me entregó las llaves de mi destino.