6 noviembre, 2017
Roberto Bolaño
Presentamos, revisado, uno de los 13 relatos pertenecientes a Putas asesinas (Alfaguara), el último libro de cuentos publicado en vida de Roberto Bolaño (1953-2003). Este cuento resulta un universo onírico donde se encuentra Enrique Lihn (1929-1988), referente de la poesía chilena del siglo XX.
Inicio del cuento “Encuentro con Enrique Lihn” en una
versión en borrador. Archivo Roberto Bolaño 22-108. Libreta verde sin
espiral, 1⁄4 de folio.
Para Celina Manzoni
En 1999, después de volver de Venezuela, soñé que me llevaban a la
casa en donde estaba viviendo Enrique Lihn, en un país que bien pudiera
ser Chile y en una ciudad que bien pudiera ser Santiago, si consideramos
que Chile y Santiago alguna vez se parecieron al infierno y que ese
parecido, en algún sustrato de la ciudad real y de la ciudad imaginaria,
permanecerá siempre. Por supuesto yo sabía que Lihn estaba muerto pero
cuando me invitaron a conocerlo no opuse ningún reparo. Tal vez pensé en
una broma de la gente que iba conmigo, todos chilenos, tal vez en la
posibilidad de un milagro. Lo más probable es que no pensara en nada o
que malentendiera la invitación. Lo cierto es que llegamos a un edificio
de siete pisos, la fachada pintada con un amarillo desvaído, y en la
primera planta un bar, un bar de dimensiones no desdeñables, con una
larga barra y con algunos reservados, y mis amigos (aunque me resulta
extraño llamarlos así, digamos mejor: los entusiastas que me habían
invitado a conocer al poeta) me conducían a un reservado, y allí estaba
Lihn. Al principio yo apenas lo podía reconocer, su cara no era la misma
que aparece en las fotos de sus libros, había adelgazado y
rejuvenecido, se había vuelto más guapo, sus ojos eran mucho mejores que
los ojos en blanco y negro de las contraportadas. En realidad, Lihn ya
no se parecía a Lihn sino a un actor de Hollywood, un actor de segunda
línea de esos que aparecen en las películas hechas para la televisión o
que jamás estrenan en los cines europeos y pasan directamente al
circuito de los videoclubes. Pero al mismo tiempo era Lihn,
aunque ya no se pareciera a él, de eso no me cabía duda. Los entusiastas
lo saludaban llamándolo por su nombre, con un tuteo que tenía algo de
falso, y le preguntaban cosas que yo no lograba entender, y luego me
presentaban, aunque la verdad es que yo no necesitaba presentación
alguna pues durante un tiempo, un tiempo breve, me había carteado con él
y sus cartas en cierta forma me habían ayudado, estoy hablando del año
1981 o 1982, cuando vivía encerrado en una casa de Girona casi sin nada
de dinero ni perspectivas de tenerlo, y la literatura era un vasto campo
minado en donde todos eran mis enemigos, salvo algunos clásicos (y no
todos), y yo cada día tenía que pasear por ese campo minado, apoyándome
únicamente en los poemas de Arquíloco, y dar un paso en falso hubiera
sido fatal. Esto les pasa a todos los escritores jóvenes. Hay un momento
en que no tienes nada en que apoyarte, ni amigos, ni mucho menos
maestros, ni hay nadie que te tienda la mano, las publicaciones, los
premios, las becas son para los otros, los que han dicho “sí, señor”,
repetidas veces, o los que han alabado a los mandarines de la
literatura, una horda inacabable cuya única virtud es su sentido
policial de la vida, a ésos nada se les escapa, nada perdonan. En fin,
como decía, no hay escritor joven que no se haya sentido así en algún
momento de su vida. Pero yo por entonces tenía veintiocho años y bajo
ninguna circunstancia me podía considerar un escritor joven. Estaba en
la ino pia. No era el típico escritor latinoamericano que vivía en
Europa gracias al mecenazgo (y al patronazgo) de un Estado. Nadie me
conocía y yo no estaba dispuesto ni a dar ni a pedir cuartel. Entonces
comencé a cartearme con Enrique Lihn. Por supuesto, yo le escribí
primero. Su respuesta no tardó en llegarme. Una carta larga y de mal
genio, en el sentido que damos en Chile al término mal genio, es decir
hosca, irascible. Le contesté hablándole de mi vida, de mi casa en el
campo, en uno de los cerros de Girona, delante de mi casa la ciudad
medieval, detrás el campo o el vacío. También le hablé de mi perra,
Laika, y le dije que la literatura chilena, salvo dos o tres
excepciones, me parecía una mierda. En su siguiente carta ya se podía
decir que éramos amigos. Lo que vino a continuación fue lo típico entre
un poeta consagrado y un poeta des conocido. Leyó mis poemas y me
antologó en una especie de recital de poesía joven que hizo en un
instituto chileno-norteamericano. En su carta hablaba sobre lo que él
creía serían los seis tigres de la poesía chilena del año 2000. Los seis
tigres éramos Bertoni, Maquieira, Gonzalo Muñoz, Martínez, Rodrigo Lira
y yo. Creo. Tal vez fueran siete tigres. Pero me parece que sólo eran
seis. Y difícilmente hubiéramos podido los seis ser algo en el año 2000
pues por entonces Rodrigo Lira, el mejor, ya se había suicidado y
llevaba varios años pudriéndose en algún cementerio o sus cenizas
volando confundidas con las demás inmundicias de Santiago. Más que de
tigres hubiera debido hablar de gatos. Bertoni, hasta donde sé, es una
especie de hippie que vive a orillas del mar recolectando conchas y
cochayuyos. Maquieira leyó con cuidado la antología de poesía
norteamericana de Cardenal y Coronel Urtecho, después publicó dos libros
y se dedicó a beber. Gonzalo Muñoz se perdió en México, me dijeron,
pero no como el cónsul de Lowry sino como ejecutivo de una empresa de
publicidad. Martínez leyó con atención el Duchamp des cygnes y
luego se murió. Rodrigo Lira, bueno, ya he dicho lo que hacía Rodrigo
Lira el año de la conferencia en el instituto chilenonorteamericano. Más
que tigres, gatos, se lo mire como se lo mire. Gatitos de una provincia
perdida. De cualquier forma lo que quería decir es que yo a Lihn lo
conocía y que no era por tanto necesaria ninguna presentación. Sin
embargo los entusiastas procedían a presentarme y tanto Lihn como yo no
objetábamos nada. Así que allí estábamos, en un reservado, y unas voces
decían éste es Roberto Bolaño y yo tendía la mano, mi brazo se
incrustaba en la oscuridad del reservado, y recibía la mano de Lihn, una
mano ligeramente fría que estrechaba durante unos segundos, la mano de
una persona triste, pensaba entonces, una mano y un apretón de manos que
se correspondían a la perfección con el rostro que en aquel instante me
miraba sin reconocerme. Una correspondencia gestual, morfológica, las
puertas de una elocuencia opaca que nada decía o que nada me decía.
Salvado ese instante los entusiastas volvían a hablar y el silencio
quedaba atrás: todos le pedían a Lihn alguna opinión sobre las
ocurrencias más peregrinas, y entonces mi desdén por los entusiastas se
evaporaba de golpe pues comprendía que ese grupo era como había sido yo,
jóvenes poetas sin nada en que apoyarse, jóvenes que estaban proscritos
por el nuevo gobierno chileno de centro izquierda y que no gozaban de
ningún apoyo ni de ningún mecenazgo, sólo tenían a Lihn, un Lihn, por
otra parte, que no se parecía al verdadero Enrique Lihn que aparecía en
las fotografías de sus libros, un Lihn mucho más guapo, más buen mozo,
un Lihn que se parecía a sus poemas, que se había establecido en la edad
de sus poemas, que vivía en un edificio similar a sus poemas y que
podía desaparecer con la misma elegancia y rotundidad con que a veces
desaparecen sus poemas. Recuerdo que cuando comprendí esto me sentí
mejor. Quiero decir: comenzaba a encontrarle un sentido a la situación y
comenzaba a reírme de la situación. No tenía nada que temer: estaba en
casa, con amigos, y con un escritor al que siempre había admirado. No
era una película de terror. O no era una película de terror a secas sino
que había en ella grandes dosis de humor negro. Y precisamente cuando
pensaba en el humor negro, Lihn extrajo de un bolsillo un frasquito con
medicinas. Tengo que tomarme una cada tres horas, dijo. Los entusiastas
se quedaron mudos otra vez. Un camarero trajo un vaso con agua. La
tableta era grande. Eso me pareció cuando la vi caer en el vaso con
agua. Pero en realidad no era grande. Era densa. Con una
cuchara Lihn empezó a deshacerla y yo me di cuenta de que la tableta
parecía una cebolla con innumerables capas. Acerqué mi cabeza al vaso y
me dediqué a contemplarla. Por un instante tuve la certeza de que se
trataba de una tableta infinita. El cristal del vaso me servía de lente
de aumento: en su interior, la tableta de color rosado pálido se
desgajaba como propiciando el nacimiento de una galaxia o del universo.
Pero las galaxias nacen, o mueren, ya no lo recuerdo, aprisa, y la
visión que yo tuve a través del cristal del vaso con agua era como a
cámara lenta, cada etapa incomprensible se extendía ante mis ojos, cada
regreso, cada temblor. Después, exhausto, aparté la cabeza de la
medicina y mis ojos fueron a encontrarse con los ojos de Lihn que
parecían decirme: sin comentarios, ya bastante tengo con tragarme este
menjunje cada tres horas, no busque simbolismos, el agua, la cebolla, la
lenta marcha de las estrellas. Los entusiastas se habían distanciado de
nuestra mesa. Algunos estaban en la barra del bar. A los otros no los
veía. Y entonces yo miraba a Lihn otra vez y junto a él había un
entusiasta que le decía algo al oído y luego salía del reservado a
unirse a sus compañeros desperdigados por el bar. Y en ese momento yo
supe que Lihn sabía que estaba muerto. El corazón ya no me funciona,
decía. Mi corazón ya no existe. Aquí hay algo que no está bien, pensaba
yo. Lihn murió de cáncer, no de un ataque al corazón. Una pesadez enorme
me invadía. Así que me levantaba y salía a dar una vuelta, pero no me
quedaba en el bar sino que alcanzaba la calle. Las aceras eran grises e
irregulares y el cielo parecía un espejo sin azogue, el sitio en donde
todo debería reflejarse pero en donde nada, finalmente, se reflejaba. La
sensación de normalidad, sin embargo, presidía y condicionaba cualquier
visión. Cuando estimaba que ya había respirado suficiente y quería
volver al bar, me tropezaba, en uno de los tres escalones de acceso
(escalones de piedra, cortados en bloque, de una consistencia granítica,
brillantes como piedras preciosas), con un tipo más bajo que yo,
vestido como un gángster de los años cincuenta, un tipo que tenía algo
de caricaturesco, el típico matón peligroso pero afable, que me
confundía con un conocido y me saludaba, y yo respondía a su saludo
aunque en todo momento era consciente de que no lo conocía y de que el
tipo me había confundido, pero yo hacía como que lo conocía, como que yo
también me había confundido, y así los dos nos saludábamos mientras
intentábamos trepar infructuosamente por los brillantes (y humildísimos)
escalones de piedra, pero su confusión no duraba más de unos segundos,
el matón rápidamente se daba cuenta de que se había equivocado y
entonces me miraba de otra manera, como si se preguntara a sí mismo si
yo también me había equivocado o si por el contrario le estaba tomando
el pelo desde el principio, y como era torpe y desconfiado (aunque
paradójicamente también era astuto) me preguntaba quién era yo, lo
recuerdo, me lo preguntaba con una sonrisa maliciosa en los labios, y yo
le decía, coño, Jara, soy yo, Bolaño, y por su sonrisa hubiera quedado
claro para cualquiera que él no era Jara, pero aceptaba el juego, como
si de pronto, herido por el rayo, pero ése no es un verso de Lihn ni
mucho menos mío, le apeteciera vivir durante unos minutos la vida de ese
Jara desconocido que él nunca iba a ser, salvo allí, detenido en el
último de los tres escalones refulgentes, y me preguntaba por mi vida,
me preguntaba (torpísimo) quién era yo, admitiendo de facto que él era
Jara, pero un Jara que había olvidado la existencia de Bolaño, cosa que
por otra parte tampoco era improbable, así que yo le explicaba quién era
yo y de paso le explicaba quién era él, y en este último punto lo que
hacía era crear un Jara a mi medida y a su medida, es decir a la medida
de aquel momento, un Jara inverosímil, inteligente, valiente, rico,
generoso, un Jara enamorado de una mujer hermosa, correspondido, audaz, y
entonces el gángster sonreía, cada vez más íntimamente convencido de
que le estaba gastando una broma pero incapaz de ponerle punto final al
episodio y proceder a darme una lección, como si de pronto se hubiera
enamorado de la imagen que yo le proporcionaba, dándome cuerda para
seguir contándole no ya sólo cosas de Jara sino cosas de los amigos de
Jara y finalmente del mundo, un mundo que incluso a Jara se le hacía
demasiado grande, un mundo en donde hasta el propio Jara era una hormiga
cuya muerte en un escalón brillante a nadie hubiera importado nada, y
entonces, por fin, aparecían sus amigos, dos matones más altos vestidos
con ternos de solapas cruzadas y color claro que me miraban y miraban al
falso Jara como preguntándole quién era yo, y a éste no le quedaba más
remedio que decir es Bolaño, y los dos matones me saludaban, yo
estrechaba sus manos, anillos, relojes caros, pulseras de oro, y cuando
me invitaban a beber con ellos, yo les decía no puedo, estoy con un
amigo, y apartaba a Jara de la entrada y me perdía en el interior del
bar. Lihn seguía en el reservado. Ya no se veía a ningún entusiasta
cerca de él. El vaso estaba vacío. Se había tomado la medicina y
esperaba. Sin decir una palabra subíamos hasta su casa. Vivía en el
séptimo piso y tomábamos el ascensor, un ascensor muy grande en donde se
hubiera podido amontonar a más de treinta personas. Su casa era más
bien pequeña, sobre todo para la media de los escritores chilenos, cuyas
casas suelen ser grandes, y no había libros. A una pregunta mía
respondía que ya no necesitaba leer casi nada. Pero siempre hay libros,
decía. Desde su casa se veía el bar. Como si el suelo fuera de cristal.
Durante un rato, arrodillado, me dedicaba a contemplar a la gente allí
abajo, buscaba a los entusiastas, a los tres gángsters, pero sólo veía a
desconocidos que co mían o bebían y que, sobre todo, se movían de mesa
en mesa, de reservado en reservado, o de una punta a otra de la barra,
todos presa de una excitación febril, como se leía en las novelas de la
primera mitad del siglo XX. Al cabo de un rato de estar mirando llegaba a
la conclusión de que algo iba mal. Si el suelo de la casa de Lihn era
de cristal y el techo del bar también lo era, ¿qué pasaba con los pisos
del segundo al sexto? ¿También eran de cristal? Entonces volvía a mirar
hacia abajo y comprendía que del segundo al sexto sólo había un vacío.
Este descubrimiento me angustiaba. Joder, Lihn, adónde me has traído,
pensaba, aunque después pensaba joder, Lihn, adónde te han traído. Con
cuidado me ponía de pie, porque sabía que allí los objetos eran más
frágiles que las personas, todo lo contrario de lo que suele ocurrir
normalmente, y empezaba a buscar a Lihn —que ya no estaba a mi lado— por
las diversas habitaciones de la vivienda, que entonces ya no me parecía
pequeña, como la casa de un escritor europeo, sino grande, desmesurada,
como la casa de un escritor chileno, un escritor del Tercer Mundo, con
servicio barato, con objetos caros y frágiles, una casa llena de sombras
móviles y habitaciones en penumbra en donde encontré dos libros, uno
clásico, como una piedra lisa, y el otro moderno, intemporal, como la
mierda, y a medida que lo buscaba yo también me iba quedando frío, y
cada vez tenía más rabia y más frío, y me iba sintiendo enfermo, como si
la casa se moviera sobre un eje imaginario, hasta que abría una puerta y
veía una piscina, y allí estaba Lihn, nadando, y entonces, antes de que
yo abriera la boca y dijera algo sobre la entropía, Lihn decía que lo
malo de su medicina, de la medicina que tomaba para seguir vivo, era que
de alguna manera ésta lo convertía en conejillo de Indias de la empresa
farmacéutica, palabras que en cierta forma yo esperaba oír, como si
todo fuera una obra de teatro y repentinamente hubiera recordado mis
parlamentos y los parlamentos de aquellos a quienes debía dar la
réplica, y luego Lihn salía de la piscina y bajábamos al primer piso, y
nos abríamos paso por entre la gente del bar, y Lihn decía se acabaron
los tigres, y: fue bonito mientras duró, y: aunque no te lo creas,
Bolaño, presta atención, en este barrio sólo los muertos salen a pasear.
Y ya para entonces los dos habíamos atravesado el bar y estábamos
asomados a una ventana, mirando las calles y las fachadas de ese barrio
tan peculiar en donde sólo paseaban los muertos. Y mirábamos y mirábamos
y las fachadas eran sin lugar a dudas las fachadas de otro tiempo, y
también las aceras en donde había coches estacionados que pertenecían a
otro tiempo, un tiempo silencioso y sin embargo móvil (Lihn lo veía
moverse), un tiempo atroz que pervivía sin ninguna razón, sólo por
inercia.
(1999-2000)
Roberto BolañoEscritor. Autor de Llamadas telefónicas, Putas asesinas, El gaucho insufrible, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, Monsieur Pain, La pista de hielo, La literatura nazi en América, Estrella distante, Los detectives salvajes, Amuleto, Nocturno de Chile y Amberes, entre otros libros.
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